En el libro: Antiguo México y sus provincias perdidas. Un viaje en México, el sur de California y Arizona a través de Cuba, que fue escrito por William Henry Bishop (1847-1923) en 1883 y publicado por la editorial Harper & Brothers de Nueva York; hace una detallada descripción de los lugares que recorre, la gente que conoce y los aspectos históricos de la época. Es preciso destacar la gran cantidad de dibujos que ilustran y complementan los textos, en total son 112, logrando tener una idea más clara de lo explicado y que permiten reconocer la habilidad de plasmar en una imagen el momento importante vivido por Bishop en su largo recorrido a través de tierras americanas tal como si fuera una cámara fotográfica.
El viaje de Bishop comenzó el día jueves 31 de marzo de 1881 de la ciudad de Nueva York, navegando en el lujoso vapor Newport, rumbo a Cuba, llegando a la Habana el 5 de abril. Posteriormente el 11 de abril salió a Veracruz en una travesía que duro veinte días. El objetivo era recorrer desde Veracruz hasta Acapulco para embarcarse a San Francisco, California. Llegó a la ciudad de México en agosto y empezó a planear su viaje a Acapulco que constaba de aproximadamente 300 millas. Para trasladarse a Cuernavaca utilizó el servicio de diligencia jalada por cinco caballos. De Cuernavaca a Acapulco los caminos eran rústicos para lo cual era necesario alquilar bestias y a un guía que condujera al puerto mencionado. Consiguió un “mulero” llamado Marcos que tenía a un niño como guía de nombre Vicente, que recorrió casi todo el trayecto descalzo y siempre detrás de las mulas gritando el clásico !Eh machos¡.
Bishop narra desde su llegada a Iguala y su estancia en ella, haciendo los siguientes comentarios:
“La expedición se había detenido, después la marcha habitual del día, antes del atardecer, en la aldea tropical de Platanillo… Pasé solitarios barrancos, arroyos y trozos de madera. Las vacas habían ido a dormir en los pastos de las tierras altas, y ocasionalmente una se acercaba, con forma misteriosa, en el camino se salía fuera del camino. Los rayos de una luna nublada brillaban de vez en cuando en el parche blanco del lago, pero la ciudad parecía haberse esfumado de la existencia. Por fin, sin embargo, una luz tenue en una cúpula, luego ladridos de perros y voces humanas audibles. Todo este tiempo no había ni casa ni refugio. Era después de las 9. Llegué hasta una de las líneas oficiales de árboles, abrí una puerta en él y estaba en medio de Iguala. No sé si el lugar tiene suficientes ventajas para compensar tanta incomodidad. Lo que se puede ver podría fácilmente hacerlo al día siguiente sobre la marcha. No hay ningún otro vestigio de Iturbide salvo preguntar cual era la casa en la que el Plan de Iguala se dice que fue firmado —la más antigua, que es una de las mas desgastada, del lugar. Es de un piso, como la mayoría de casas provinciales mexicanas, con el enjarre muy desgastado en sus adobes, y ahora es una pobre fonda o restaurante, sin ni siquiera un anuncio. Pero Iguala es encantadora. Una fila de columnas limpias, blancas, hecha por pilares cuadrados de mampostería, soportando techos de mosaico rojo, se extiende alrededor de una plaza central. Las ventanas de las mejores residencias están cerradas, no con vidrio, pero proyectando rejas de madera de postes torneados, pintados de verde. El mercado, una pequeña plaza pavimentado, abierta del otro, consiste en una serie de columnas dobles, ligeras, espaciosas y muy atractivas. La iglesia, de una forma noble, masiva, alegrada por un campanario celeste y un reloj, se encuentra en un recinto herboso rodeado de postes y cadenas. Enfrente está el zócalo, con bancos de ladrillo, profundos, sombra agradecida de tamarindos, tan grandes como Olmos y enramadas de chicharos dulces en flor. Tal Parque, esa iglesia y ese mercado podrían recomendarse concienzudamente como dignos de cualquier pueblo del mundo. Las cabezas de palmeras estrella, follaje de apariencia del Norte. Zacate brota abundantemente entre las piedra y da un aire rural. Una banda tocó en el zócalo en la noche, aunque hubo pero un pequeña grupo de personas para escucharlo. Mientras hacía un dibujo del zócalo desde un portal algunos jóvenes muy bien vestidos y un profesor salieron. Resultó que esta casa era una escuela y parecía una agradable.
"Amigo"—dijeron, en un tono más bien condescendiente, "¿Cuál es su interés en este lugar? ¿Para qué son tus dibujos?".
Hasta aquí termina su descripción que realizó y su consabido dibujo en el que plasmó el zócalo, la iglesia y la esquina de la casa que estaba contigua a la que habitó Iturbide, quedando como constancia de su estancia por esta histórica ciudad, emprendiendo después su viaje a Chilpancingo, calculado en tres días.
Comentarios
Publicar un comentario